martes, 4 de noviembre de 2014

La arquitecta de la memoria



Cuando, en mayo de 1981, el jurado que debía elegir el monumento para recordar a los estadounidenses caídos en la guerra de Vietnam abrió la plica del mejor proyecto entre los 1.421 presentados, descubrió que la ganadora tenía 21 años. Era estudiante y había enviado su propuesta desde la Universidad de Yale. Fue entonces cuando, además de ganar 50.000 dólares y un concurso que cambiaría su vida, Maya Lin (Athens, Ohio, 1959) emprendió en solitario la cruzada por construir el que hoy, 33 años después, es uno de los monumentos más famosos de Washington DC.
Lin vive en Nueva York, pero viajó recientemente a Madrid para inaugurar su primera exposición en España, que ha acogido en septiembre y octubre la galería Ivorypress. Entre grietas de yeso y esculturas que parecen congelar el curso de un río, explica que creció moldeando bronces. Hija de emigrantes chinos –un ceramista que llegó a dirigir la Escuela de Bellas Artes en la Universidad de Ohio y una profesora de literatura–, recuerda que de pequeña disfrutaba aprendiendo y estudiaba obsesivamente. “Destacaba en todo. Era una alumna sobresaliente porque no tenía amigos. No encajaba. Era hija de inmigrantes en un pueblo pequeño”. Lin creció en los setenta, “el tiempo de American Graffiti [la película de George Lucas]”, apostilla. El ambiente en su bachillerato fue de animadoras y fútbol. “Y yo nunca fui a un partido”. Sus padres pertenecían al mundo académico, el de los hechos y las ideas. “Supongo que imitas lo que ves: mi hermano y yo crecimos entre libros. De modo que vivía encerrada, refugiada en mi arte”.
Maya Lin no es hoy ni introvertida ni tímida. Todo lo contrario: tiene la voz profunda y es locuaz, analítica y hasta parlanchina. Recién premiada con el Gish Prize (uno de los más suculentos de las artes, dotado con 300.000 dólares), que recoge en noviembre en el MOMA de Nueva York, explica que sus dos hijas adolescentes han roto la tradición familiar. A una le interesa más la moda que el estudio. “Y me tiene frita. Yo no doy importancia a lo que me pongo. Pero ella a veces no me deja salir de casa”, cuenta entre risas.

Con aspecto aniñado, también en el vestir, Lin es hoy una creadora tricéfala. Trabaja en tres frentes: el arte, la arquitectura y los monumentos conmemorativos. “Sé que mi lugar es fronterizo, en la estrecha línea entre el arte y la arquitectura. Y existe un sano escepticismo ante quienes intentamos hacer varias cosas a la vez. Es justo. Pero no puedo evitar ser quien soy. Mi reto durante años fue no tener que elegir”. Logró convertir su triple vocación en una.
–¿Pero ha alcanzado el mismo nivel en todas sus artes?
–Yo tengo una voz como artista. Pero como arquitecta todavía estoy trabajando en ella.
Con todo, más allá de evitar elegir disciplina, puede que su mayor hazaña haya sido sobrevivir al éxito temprano. De ahí deriva su mayor reto: tratar de volver a lograrlo. Pero volvamos a la primavera de 1981.
¿Cómo decide una estudiante participar en un concurso tan plagado de simbolismo como conmemorar a los caídos en la guerra de Vietnam? “¿Por ignorancia?”, pregunta ella irónica. “No pensaba ganar, claro. Era una niña. Había cursado una asignatura sobre arquitectura funeraria en Yale y creí que sería bueno ponerme a prueba. Tuve una idea que pensé que podía decir algo”. La idea consistía en rendir tributo a los desaparecidos, dejar algo de ellos en el mundo: su nombre –que sus familiares podían leer y tocar–, y marcar un vacío en la vida de los que se quedaban aquí. Eso es el monumento: un corte en el paseo que interrumpe la circulación del National Mall de Washington, un gran muro de granito negro en el que están horadados los nombres de los 58.261 norteamericanos caídos en la guerra de Vietnam. Considerado por el American Institute of Architects entre los 10 mejores monumentos del país, el memorial recibe más de cuatro millones de visitas cada año. Eso sucede ahora. En mayo de 1981, la estudiante Maya Lin no solo se enfrentó con la incredulidad. También tuvo que luchar por mantener la autoría de su proyecto e incluso su autoestima.

La insultaron. Al monumento lo tacharon de nihilista, y a ella, por su origen chino, la llamaron “rollito de primavera”. Hubo destacadas figuras políticas que cargaron contra ella. Los propios veteranos estaban masivamente contra el proyecto. “Lo tenía todo para despertar suspicacias: era asiática, mujer y joven…”, recuerda. Pero estaba orgullosa de lo que había hecho. Había convertido un muro en algo político. Cuenta que no leyó nada sobre la guerra. “Quería enfrentarme a la ausencia, a la muerte y al recuerdo de la manera más simple. Por eso me pregunté qué podía ser un memorial en nuestro tiempo”.
Y halló la respuesta. Contestó a esa pregunta con una obra maestra. Logró fundir arte y arquitectura, consuelo y reconocimiento, simbología y psicología construyendo un lugar. Y aunque luego Lin no aceptó encargos durante un lustro para completar su formación como arquitecta, su trabajo ya no escaparía de los tres pilares que sustentan su creatividad: el arte, la arquitectura y la naturaleza.
Una lección subsidiaria de levantar lo que hoy se conoce simplemente como The Wall (el muro) fue aprender a no dejarse manipular. “Yo era tan joven que decidieron que serviría para recaudar dinero. Me enviaban a responder entrevistas para aumentar las donaciones, hasta que me planté para concentrarme en el trabajo. Trabajaba sola, no quería que otros alteraran el diseño y no quería, sobre todo, que mis padres se enteraran de nada”.
–¿Cómo dice? ¿Sus padres no sabían nada?
–Es típico de los niños chinos. Lo peor que le puedes hacer a un padre es preocuparle. Por eso no quería que lo supieran.
–¿Cuándo se enteraron?
–Cuando apareció la película.

Habla de 14 años después. En 1995, el documental de Freida Lee Mock Maya Lin: A Strong Clear Vision se hizo con el Oscar narrando la lucha de Maya, “con uñas y dientes”, para construir su monumento. Hoy la artista reconoce que esa lucha de poder fue en sí misma otra educación. “No quería que la polémica afectara al trabajo. Decidí blindarme y ser tímida. Y si hacía falta, ir a juicio”. En cierta medida lo hizo. La escena está recogida en el filme. Maya parece una niña. Llega al Congreso estadounidense ataviada con un sombrero de paja con una cinta negra. Cuando sube al estrado defiende con firmeza que, sin entrar a juzgar la estatua de bronce de Frederick Hart (con tres soldados que finalmente añadieron a su intervención), su memorial no necesita esa explicación redundante. Supuestamente las obras de arte figurativas son hoy más controvertidas que las abstractas. La abstracción parece más fácil. “Sin embargo, mi muro era negro, era inesperado. Lo que realmente ocurrió es que aquella fue una guerra muy controvertida. Y Estados Unidos no había asumido esa discusión interna. De modo que con el muro afloró todo. La controversia se volcó en el memorial”.
La hermanastra del padre de Lin murió de tuberculosis antes de que ella naciera. Sin embargo, aunque nunca la conoció, resultó clave en su vida. Lin Huiyin fue un símbolo, “han hecho con su vida hasta una telenovela”, explica. Pudo estudiar por ser rica, pero en Yale no le permitieron estudiar arquitectura. De modo que primero hizo teatro. Actuando impresionó al poeta indio Rabindranath Tagore. La tía arquitecta de Maya Lin introdujo la modernidad en China. Diseñó la bandera y el monumento que ocupa el centro de la plaza de Tiananmen. Escribió novelas y, finalmente, se dedicó –con su marido, Liang Sicheng– a inventariar el patrimonio arquitectónico del país. “Por eso fueron declarados enemigos del progreso por el Gobierno de Mao Zedong. Pero hoy son figuras de culto”. Su libro A Pictorial History of Chinese Architecture salva del olvido los edificios clásicos más importantes de China. A la existencia de esa tía que Maya no conoció atribuye ella la obsesión que puso su padre en su formación. Por eso, hoy día, no cree que fuera la oposición al memorial de Vietnam lo que la convirtiera en la mujer fuerte que indiscutiblemente es. Está convencida de que fue su padre el que la hizo decidida: “Él estaba tan impresionado con su hermanastra que quería una hija y me dio la fuerza que tradicionalmente se da a los hijos. Cuando un padre te da ese poder, uno no puede defraudarlo. Por eso puse toda mi inteligencia en controlar mi ego. Sabía que era lista y tenía miedo de ser arrogante”.


Estuvo nueve meses en Washington. “El tiempo para asegurarme de que mi idea se construía”. Luego continuó estudiando. Y los profesores no sabían qué hacer con ella. “Aunque haga arquitectura, pienso como una artista. Por eso no sabían cómo valorar mis trabajos”. Hace poco más de una década que empezó a construir edificios. Sus proyectos para el Museum of Chinese American (2009) en Nueva York o para la capilla Riggio-Lynch (2004) en Clinton (Tennessee) son esenciales, elegantes. Pero puede que carezcan de la fuerza que irradian sus esculturas y sus intervenciones en el paisaje. Con todo, hoy trabaja en un edificio para la multinacional suiza Novartis en Cambridge (Massachusetts) que asegura será su proyecto más ambicioso. “No es fácil ser arquitecta. Me llevará tiempo. Podría haberlo intentado hace años, pero decidí crecer como artista. Creo que la arquitectura la desarrollo muy poco a poco porque no quiero convertirme en una firma. Debo proteger el arte que hago”.
–¿Cómo se diseña un memorial que hable de la vida y no de la muerte?
–Todos los memoriales son sobre la vida. Sobre cómo aprender del pasado.
Su último proyecto, What is Missing?, es justamente eso. Su quinto memorial. Y anuncia que será el último. Solo existe en la Red. Busca inventariar lo que se pierde en la sexta extinción masiva en la historia de la Tierra, la primera causada por el hombre. “Es mi manera de comprometerme con el mundo. Es el último porque voy a dedicarme a él el resto de mi vida”.
Empezó anotando lo que estamos perdiendo. Luego les pidió a amigos que también lo hicieran. Y finalmente a desconocidos. Usted puede entrar en la web de Maya Lin y escribir lo que ha perdido. “Anotar lo que no tenemos es una advertencia, pero también una manera de recordar lo fantástico que ha sido el mundo que estamos empezando a olvidar. No se trata de deprimir a nadie. Se trata de utilizar la ciencia y la historia para evocar lo vibrante que es el planeta. También de pensar en cómo recuperarlo”.


No quiere reemplazar a los científicos. “Busco utilizar mi trabajo para hacer ver. Creo que buena parte del futuro tiene que ver con recuperar la esperanza. Podemos darle la vuelta a muchas cosas”. Su web no adoctrina. Expone datos. Muestra, por ejemplo, que una décima parte de las ventas de chocolate anuales en el mundo (106 billones de dólares) servirían para llevar agua y sanitarios a todo el planeta. O que el gasto que EE UU realiza en Halloween para disfrazarse de monstruo serviría para plantar árboles que terminarían con las inundaciones.
Lin fue jurado del memorial para el 11-S. “La noche anterior a cada 11 de septiembre las luces se encienden iluminando toda la altura del lugar. Ese gesto es un memorial brillante. La primera vez que vi esas luces lloré. Los que estuvimos en Nueva York y olimos el humo durante días, cuando dejamos de olerlo lo seguíamos viendo. Ver esas luces donde había humo nos traslada. El lugar está marcado”.
Una de las consecuencias de construir con 21 años fue que Maya Lin se dio cuenta de qué era China. “Pero no lo interioricé hasta que tuve a mis hijas. Crecí como americana. En aquel tiempo, los inmigrantes buscaban integrarse y para hacerlo no hablaban a sus hijos en su idioma. Ahora los hijos de inmigrantes son bilingües. Pero yo no hablo chino. Mis hijas estudiaron chino, pero son judías. Somos una familia totalmente estadounidense”.
Lin apunta que las mujeres tienen un punto de vista distinto al enfrentarse a la arquitectura. “Nos distingue cómo queremos ejercer. No deseo dirigir una firma con 100 personas construyendo 100 edificios por el mundo. Eso es lo contrario de lo que quiero hacer en la vida. He luchado para ser libre como artista y siempre tuve claro que para eso no podía crecer. Llevamos décadas siendo la mitad de la profesión. Y eso no se refleja en la autoría. Creo que es porque nuestro cambio necesita tiempo”.
A ella le ha costado más de 20 años construir. “Pero soy muy afortunada. He podido hacer de adulta lo que disfrutaba haciendo de niña: explorar, inventar y soñar”.

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