sábado, 16 de abril de 2016

Alejandro Aravena, un arquitecto contra la desigualdad




Un día en la Universidad de Harvard, el ingeniero Andrés Iacobelli preguntó a su amigo Alejandro Aravena: “Si la arquitectura chilena es tan buena, ¿por qué la vivienda social es tan mala?”. Esa pregunta golpeó al arquitecto y le abrió un nuevo camino que ha culminado con la conquista del Premio Pritzker, el nobel de la disciplina, como reconocimiento al “compromiso social” de su obra.
Alejandro Aravena (Santiago de Chile, 1967) es un arquitecto visionario. Ha firmado edificios emblemáticos para universidades chilenas y estado­unidenses. Pero lo que más distingue a Aravena es su empeño por erradicar las favelas. Empezó en la ciudad chilena de Iquique, donde construyó 93 casas de 36 metros cuadrados concebidas para que sus propietarios pudiesen duplicar la superficie cuando dispusieran de más recursos. Lo llaman “arquitectura incremental”, una revolución importada a otros lugares de Chile y México y que le ha valido reproches de los puristas por permitir que los dueños puedan alterar las viviendas. “¿Y a mí qué me importan los intelectuales?”, replica. “Yo les respondo: ‘Muéstrenme las alternativas’. Porque la opción era irse a una periferia de mierda y condenar a la pobreza a un par de generaciones”.

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Pisos sociales en Monterrey (México). FELIPE DÍAZ
Aravena se hizo arquitecto “casi por descarte” en un país con escasa tradición: “Esto era un desierto. ¡Estudiábamos arquitectura con fotos! Aquí no ha habido ni una gran arquitectura colonial ni un movimiento moderno como en Brasil”. Su época de estudiante coincidió con los años finales de la dictadura de Pinochet, lo que reforzó un carácter que él reconoce como “rebelde”. “Me fui creando mi autonomía intelectual porque había un contexto que me obligaba a hacerlo”, relata. “Vivíamos en una tensión constante, todo el tiempo tenías que tomar una posición muy clara. La mía, totalmente a la izquierda, me ayudó a madurar muy temprano”.
Tras finalizar la carrera, amplió estudios en Venecia y durante un tiempo regentó un bar. Desde el principio lo tuvo claro: “No quería imitar a nadie, sino buscar algo diferente”. Los proyectos de su estudio Elemental siempre parten del diálogo con los futuros usuarios. Y su propósito es combatir la desigualdad social: “Lo que genera conflicto no es la pobreza, sino la ine­quidad. Se habla de redistribuir los ingresos, pero eso toma al menos dos generaciones. En la ciudad, sin embargo, si identificas proyectos de espacio público, transporte, infraestructura o vivienda, puedes mejorar la calidad de vida”.
Casado con otra arquitecta y padre de tres hijos, antes de ganar el Pritzker fue jurado del premio, una labor que resultó a la vez “un privilegio y una maldición”. Comprobó que la mejor arquitectura es la que “aguanta el paso del tiempo”: “A veces, ibas a ver proyectos muy famosos y, dos años después de inau­gurarse, eran ya obsoletos, patéticos”. El éxito de sus casas sociales le abre un horizonte enorme y él no se pone límites: “Existen 2.000 millones de personas en el mundo que necesitan vivienda de calidad. Y apenas hay propuestas arquitectónicas para ellos”.

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