jueves, 29 de enero de 2015

La arquitecta Teresa Sapey transforma los productos en serie en muebles




“La casa perfecta es imperfecta”, afirma Teresa Sapey (Cuneo, Italia, 1962) después de firmar decenas de pisos y tras vivir, ella misma, en cinco casas durante los 25 años que lleva instalada en Madrid. Con sus dos hijos independizados, acaba de mudarse junto al Retiro. Y sostiene que este apartamento de habitación única y amplio salón es su retrato más certero. Pero no es fácil sintetizar una imaginación torrencial acostumbrada a esquivar tópicos.
Fue con ese espíritu como Sapey se hizo un hueco en el Hotel Puerta América de Madrid. Corría el año 2003 cuando el grupo Silken reunió a Norman Foster, Zaha Hadid, Jean Nouvel y otros 15 arquitectos para que idearan una planta del hotel. Sapey reclamó su pedazo. “No nos queda nada”, respondieron diplomáticamente los empresarios vascos. “Si encuentro un hueco, ¿podré diseñarlo?”, preguntó Sapey.
Lo encontró. Revolucionó el aparcamiento empleando pinturas y grafismo. El proyecto dio la vuelta al mundo y le llovieron ofertas para hacer garajes. Sin embargo, no se encasilló. Cinco años después, invitada por la Feria de arte Arco, construyó con muebles de Ikea la sala VIP del recinto: el mobiliario más económico tratado de la manera más creativa. Así, oficinas, comercios, restaurantes y hasta iluminaciones navideñas en varias ciudades del mundo (París, Milán a Nueva York) tejen un currículo que justifica el letrero con el que uno se topa al abrir la puerta de su piso.
“No es una casa, es un mundo”, reza el neón sobre un gran círculo negro junto a jarrones de alabastro, muebles de plástico, cajoneras de anticuario, un vídeo de Julian Opie y un grabado de Miró. Cuando pregunto por el autor del neón, Sapey responde que lo hizo ella: “He pasado de heredar obras de arte a coleccionarlas. Y ahora, como no tengo dinero, me las fabrico yo”.
Hace menos de un año que se instaló frente al Retiro. “Ahora no vivo en una casa, vivo en un cuadro”. Dice que en un lugar de madurez. “Solo entran mis íntimos. Esto no es un showroom. A los clientes ahora me los llevo al restaurante. Aquí puedo ser la mezcla que de verdad soy”.
Sapey recaló en este cuarto piso tras pasar dos años viviendo en el Hotel Puerta América, precisamente, (en una suite del australiano Marc Newson). “Dos años en una habitación son una gran lección. Hoy sé elegir, pero sobre todo puedo prescindir”. Está convencida de que arrastramos por el mundo una maleta que pesa demasiado. “Es mejor que la maleta de las posesiones pese menos. La que quiero pesar soy yo”, afirma. Pero su casa está llena de muebles y objetos que, asegura, le sirven para recordar.
“La casa debe ser imperfecta. Yo he ido haciendo mis casas cada vez más eclécticas y, con ello, cada vez más mías. Considera que la vida es movimiento y eso es lo que es su piso: un lugar cambiante. “Las casas tienen que cambiar si no dejan de ser casas y se transforman en cementerios”.
Antes de estudiar en París y de instalarse en Madrid, Sapey creció en una vivienda burguesa a las afueras de Turín. “Mi madre tiene un gusto exquisito, pero lleva toda su vida viviendo en el mismo lugar: una casa donde las cosas no se pueden tocar. Es palaciega y dura a partes iguales, pero puede que no sea un lugar para vivir”.
¿Las casas pudientes españolas son refugios o escaparates? “Nos piden que hagamos casas vividas antes de que nadie las haya vivido y lo que consiguen son cárceles, pisos momificados. Un buen arquitecto puede darle vida a una casa, pero es el dueño quien tiene que darle el alma”.
Hace unos años Sapey se quejaba de la falta de libros y el exceso de gimnasios en las viviendas burguesas que diseñaba. ¿Sigue pensando que las casas dejan ver que la generación pudiente española “tiene el culo prieto y el cerebro blando?”. “Ahora es más difícil verlo. La tecnología ha ganado la partida. Con los libros electrónicos y las tabletas, los libros en una casa ya no son indicativo de cultura. La tecnología altera el espacio. Pero es peligrosa: termina por quedarse siempre lo más supuestamente necesario y lo más necesario no es siempre lo más funcional. Ese fue el gran fallo de la modernidad: pensar solo en el uso y declarar la emoción ‘ciudadano de segunda‘ cuando los humanos somos animales de emociones”.

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