Dicen los que saben que la Historia es cíclica y que solo somos recurrencias, mera repetición, sucesivas variaciones sobre el mismo tema. Y ahí están, en efecto, las guerras, las paces, más guerras y otra vez más paces, las modas, los gustos, los gobiernos cambiantes e intercambiables, las disputas y amores filiales, y los otros, el encanto de lo antiguo y el irresistible —y a menudo cursi— tirón de la posmodernidad, y ahora también de la pos-posmodernidad, con sus abrumadores conceptos y sus chucherías multicolores en forma de arte contemporáneo a juego con la decoración del salón.
Pero si de verdad todo es cíclico, ¿qué pensarían aquellos 12 monjes que, persiguiendo el ideal de pobreza extrema y cercanía del Supremo fundaron en 1205 la Abadía de Pierredon, una absoluta tierra de nadie entre rocas, matojos y culebras en un lugar remoto que por supuesto aún no se llamaba Provenza? ¿Qué pensarían hoy si, gracias a un clic mágico y retroactivo, se levantaran de sus tumbas y contemplaran lo que en esta radiante tarde de verano se abre a los ojos del visitante de Pierredon?
Más de 800 años después, Pierredon sigue en pie, pero ocurre que desde 1999 es la mansión de un multimillonario hombre de negocios milanés que cayó rendido ante la sobredosis de quietud que desprende el lugar. Hablar de dinero es de mal gusto entre los ricos y peligroso entre los periodistas, que a menudo tratan de olisquear sin éxito el valor patrimonial real de semejantes mansiones. Pero en ningún caso puede hablarse aquí —a nada que uno siga las estratosféricas páginas salmón de la sección House & Home en el Financial Times— de menos de 150 millones de euros.
Porque hoy la Abadía de Santa María de Pierredon, bajo el sol plúmbeo de este verano provenzal, ya no es una abadía, sino una casa de campo cuya existencia parece directamente irreal si no fuera porque la tenemos delante de nuestros ojos: su capilla románica del siglo XII con torre y campanario (reconvertida en un salón más de la casa familiar), sus parterres de verde y lavanda, sus jardines dibujados con escuadra y cartabón, su casita de los niños en medio del jardín, sus balconadas de hierro forjado, sus suelos de piedra clara, sus estanques perfectos y, en general, el mundo caracterizado por el encanto de esas cosas que —aun siendo relativamente nuevas— parece que siempre estuvieron ahí.
Territorio Lafourcade
Ya no surgen aquí crucifijos de madera ni el eco atormentado del via crucisentonado por hombres en tela de saco, y sí balones de plástico, flotadores de piscina, ordenadores bajo las vigas de madera centenarias y el sonido de la nada: apenas el canto de las cigarras y el mistral entre los pinos. El Parque Natural de Les Alpilles, la región del Luberon y la Provenza entera que cantaran Marcel Pagnol, Lawrence Durrell o Jean Giono es el territorio por el que se mueven los Lafourcade. Una familia que lleva 40 años instalada en un viejo almacén de bebidas reformado en el centro del encantador pueblo de Saint-Rémy de Provence, un lugar que representa la quintaesencia del hedonismo provenzal. El enclave, por donde pasaron ligures, griegos, romanos, vándalos y visigodos antes de caer bajo el manto protector de los Papas de Aviñón, es famoso por varias cosas, y desde luego conserva el sabor de su pasado histórico y una actividad frenética en verano.
Primero: es el pueblo donde tiene su casa Carolina de Mónaco. Eso marca nivel y asegura sucesivas páginas en las secciones mundanas de los periódicos de la región. Segundo: es el pueblo donde nació un tal Nostradamus, alias yo sé lo que pasará en mil años (se visita su museo). Tercero: el casco antiguo alberga cada jueves el mercado de productos regionales más conocido de los alrededores (un festival de sabores, olores y visiones). Y cuarto, y sobre todo: entre el 8 de mayo de 1889 y el 16 de mayo de 1890, un Vincent Van Gogh tocado de pleno por el estigma del desequilibrio mental, estuvo internado aquí, exactamente en el Sanatorio Mental de Saint Paul de Mausole. Aquí alternó sus problemas de salud con una actividad artística que pudiera tildarse de patológica, en la que se incluyen 150 cuadros, y entre ellos varias obras maestras del genio holandés como La noche estrellada o Los iris.
También Cézanne, Matisse, Picasso y toda una legión de artistas que buscaron la luz única de la Provenza se movieron por aquí, y Jean Cocteau eligió las impresionantes canteras y el castillo medieval de Les Baux de Provence —a unos 20 kilómetros de Saint-Rémy— para rodar su película El testamento de Orfeo en 1959.
No solo por la presencia recurrente de tan ilustres visitantes, pero está claro que también por ello, y por la concentración de restaurantes estrellados por la Guía Michelin, es esta una región por la que siempre se pegaron y se siguen pegando las grandes fortunas procedentes de Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Italia y ahora también el este de Europa… aunque históricamente los grandes inversores inmobiliarios españoles nunca sintieron especial predilección por la zona.
Todos esos clientes potenciales aspiran a poseer aquí una bastida —edificio de tres o cuatro alturas— o un mas —nombre que recibe la masía de dos alturas en la Provenza—, o un castillo o, como quedó dicho más arriba, incluso una abadía. Y para esa clientela de tronío nacieron los Lafourcade. Bruno Lafourcade, el patriarca familiar, instaló su estudio de arquitectura y restauración de edificios históricos en Saint-Rémy en 1977. Fallecido repentinamente a principios de este año, es ahora su hijo de 40 años Alexandre (que ya llevaba de facto el negocio desde hace años) quien sostiene las riendas de esta auténtica factoría de recuperación del patrimonio histórico-artístico. Su madre, Dominique, que hoy recibe e invita a almorzar en lo que fuera un viejo hangar de almacenaje de verduras y actualmente es su casa, un estrambótico, infinito y precioso loft a las afueras de Saint-Rémy y pared con pared con la casa de Yves Saint-Laurent y Pierre Bergé, ejerce de paisajista en el seno del negocio familiar. Mejor dicho, ejerce de arquitecta de paisajes y jardines: una señora elegante y culta que escribe poesía, confecciona increíbles lámparas con trozos de botellas de plástico y dibuja jardines fastuosos.
Artesanos del ultralujo
Es una bella historia, la de la familia Lafourcade, en la que se entremezclan por igual los méritos del carácter autodidacta —ni el padre ni el hijo estudiaron arquitectura—, las aptitudes técnicas, la sensibilidad artística e ingentes cantidades de dinero. Hay que decir, llegados a este punto, que sus clientes no tienen unos nombres de andar por casa. O algunos sí, pero otros no. Muchos, es cierto, son anónimos como solo el dinero de verdad, el de las grandes fortunas, sabe serlo. Otros lucen iniciales ciertamente glamurosas, como por ejemplo B. P. por Brad Pitt, o H. G. por Hugh Grant… La clave de estos artesanos del ultralujo está clara: “Sea cual sea la importancia de las obras realizadas, el edificio restaurado o construido debe dar la impresión de que siempre estuvo allí”.
La naturaleza, la comida, el vino, el sol y la luz de la Provenza conforman el porqué de su tirón perenne. Pueblecitos como Saint-Rémy, Salon, Ménerbes, Bonnieux, Eygalières, Lauris, Lourmarin… justifican las páginas en las que el escritor, periodista y publicista estadounidense Peter Mayle plasmó en su celebérrimo libro Un año en Provenza (1989) toda la magia del lugar. Al final, Mayle y su esposa tuvieron que vender su casa de Ménerbes. Cada mañana, legiones de turistas japoneses se agolpaban en su puerta pidiendo autógrafos… Los best-sellers y la Provenza casan mal.
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