Cuando le encargan un nuevo edificio, Renzo Piano (Génova, 1937) sigue siempre el mismo ritual. Pliega una hoja de papel en ocho partes, se la mete en el bolsillo de la camisa y se pasea por el terreno sobre el que erigirá su construcción. “Me lo enseñó Italo Calvino. Yo no sé escribir, solo tomar apuntes y recoger emociones”, explica el arquitecto, sentado en la biblioteca de su estudio parisino.
Cuando Emilio Botín le confió el centro de arte que llevará su apellido, que se inaugura el 23 de junio en el muelle de Albareda de Santander, se dio un paseo por el lugar con esa cuartilla a mano. Recuerda que anotó esto: “Que los pies del edificio se metan en el agua”. No lo consiguió, pero poco le ha faltado. El edificio parece emerger de las profundidades del Cantábrico y aspira a reflejar, según su autor, su espectáculo de luz y color. Los co-arquitectos españoles del Centro Botín son luis vidal + arquitectos.
Pregunta. ¿Se parece Santander a su ciudad natal, Génova?
Respuesta. Algo hay. Son ciudades con una doble identidad. Frente al mar, todo es vida y bullicio. Pero, en el interior de la ciudad, existe una intimidad y un silencio. Son ciudades tímidas, secretas, con una belleza escondida. Siempre digo que no sé si los genoveses diseñaron la ciudad a imagen y semejanza de su carácter, o si fue la ciudad la que lo terminó definiendo. De los santanderinos diría lo mismo.
P. Su edificio da la cara al mar y a la luz.
R. Igual que en Génova, el mar se sitúa en el sur respecto a la ciudad. Eso lo cambia todo: la luz se refleja en el agua y esta, a su vez, la proyecta por toda la ciudad. Cuando el mar está en el norte, el resultado es distinto, porque la luz se escapa en la dirección contraria. He querido simular que el edificio flotaba sobre el agua, envuelto en una luz suave y difusa, esa que aparece cuando el cielo está cubierto. Que en Santander haga mal tiempo me parece una ventaja. Eso hace que su luz se vuelva casi metafísica…
P. La creación del museo supuso un plan urbanístico, que pasó incluso por la construcción de un nuevo túnel. ¿Por qué eran necesarios?
R. En Santander se pasea mucho. El edificio está al final del muelle y la idea era no interrumpir esas caminatas. Por eso el edificio está elevado. Es una manera de invitar a la gente a que lo atraviese, que se atreva a venir. Quería que los pilares que lo sostienen fueran como troncos de árbol. También es una zona con mucha circulación y no queríamos alterar sus flujos. Cuando se lo propuse a Botín, me respondió: “Es buena idea. Es un poco caro, pero bueno…”.
R. Solía venir a verme a Génova y pasábamos horas mirando el mar. Hablábamos en itañol, nos entendíamos de maravilla. Fue un banquero, pero también un soñador. Tenía la obsesión de abrir este museo en Santander, porque era un santanderino de pura cepa. Me pidió que lo tuviera a punto en dos años. Como el entusiasmo ajeno siempre es contagioso, le dije que sí. Pero luego se retrasó, claro. Para construir algo así se necesita un mínimo de cuatro.
P. ¿Qué aportará este museo a la ciudad, que parece aspirar ahora a un nuevo dinamismo?
R. Los edificios fecundan las ciudades. Yo he construido obras sacrílegas, como el Centro Pompidou, pero siempre con la voluntad de que se conviertan en lugares de encuentro, donde podamos compartir unos mismos valores. Yo siempre he querido que la cultura sea lo más abierta que sea posible. De tan abierta que la quería, acabé construyendo un museo que parecía una fábrica. A mí me da totalmente igual lo chic. Fíjese en este lugar, no es nada elegante… Lo que me importa son los valores cívicos. En eso consiste, para mí, la verdadera belleza. Cuando uno concibe un edificio de esta manera, una ciudad se vuelve mejor. La arquitectura puede lograr que una pequeña luz se ilumine dentro de cada visitante. Puede ser una pequeña barrera contra la barbarie.
P. ¿Cómo influye el actual clima político en su trabajo? Uno de sus colaboradores, el arquitecto alemán Raphael Hilz, de 28 años, murió en los atentados de 2015 en París.
R. Ha dado en el punto justo. Siempre había sido importante, pero ahora lo tengo aún más presente. Sigo convencido de que la belleza puede salvar el mundo, siempre que responda a esa definición. El próximo reto será construir en las periferias. En París estoy construyendo el nuevo Palacio de Justicia y la nueva Escuela Normal fuera de los límites de la ciudad. En Nueva York, construyo un nuevo campus de Columbia al oeste de Harlem. Y en Italia, donde me nombraron senador vitalicio en 2013, dedico toda mi actividad parlamentaria a reflexionar sobre la periferia. La ciudad del futuro está allí. En cualquier gran urbe como París, Nueva York o Madrid, solo el 10% de la población vive en el centro. El resto vive en las afueras. Esa población no solo tiene necesidades, sino también deseos. La arquitectura tiene que atender a esos deseos.
P. ¿Persigue Santander un efecto parecido al que Bilbao obtuvo con el Guggenheim?
R. No lo creo. Bueno, supongo que a la administración no le disgusta esa idea... Pero un arquitecto no puede trabajar pensando en crear un icono. Sería una estupidez querer crear otro. Las palabras que más odio son icono y gesto. Creo que hay que ser más honesto y leal. Solo debes preguntarte qué puedes hacer para que una ciudad disponga de otro lugar de convivencia.
R. Al revés, es un edificio muy bello. Y me cae muy bien Gehry, que es un amigo. Cada vez que voy a Los Ángeles vamos a navegar juntos. Pero nuestras obras son distintas. Él es más artista y yo soy más constructor.
P. Se lo pregunto porque hay quien critica que ese modelo induce al turismo masivo, a la gentrificación, a una estandarización de la arquitectura…
R. Eso no es culpa del arquitecto. Resulta inevitable ser copiado. A mí también me pasó con el Centro Pompidou. Durante más de treinta años, me siguieron exigiendo que hiciera lo mismo. Una vez, una señora japonesa vino a pedirnos a mí y a Richard Rogers que le hiciéramos “un Beaubourg un poco más pequeño”. Solo quería que le quitáramos unos metros de alto y dejáramos el resto igual… [risas]. ¿Qué quiere que le diga? Hay gente corta en todas partes.
P. ¿Es el Pompidou su obra maestra?
R. No me haga escoger. Sería como elegir a un hijo… Digamos que todos mis edificios son desastres simpáticos y que les tengo el mismo cariño a todos. Aunque diría que, en general, sueles querer más a los últimos, porque son los que más te necesitan. Lo mismo sucede con los hijos.
P. 40 años después de su inauguración, todavía cuesta creer que le dejaran construir ese museo en pleno centro de París.
R. Sigo yendo a comer allí a menudo. Por lo menos, una vez al mes. La última vez me sorprendí pensando de nuevo lo que dice usted: “¿Cómo nos dejaron hacer eso?”. Supongo que era un trabajo sucio que alguien tenía que hacer. El Pompidou es un hijo del Mayo del 68. Fue una pequeña locura ejecutada por dos niños malcriados.
P. ¿Hoy sería imposible que les dieran permiso?
R. No lo sé. Habría que preguntárselo al señor Macron. Lo conocí una vez. Un tipo con mucha curiosidad. Si algún día me pide consejo, le diré que se concentre en la periferia. Ya está bien de decir que la banlieue es mala. Igual que sucede cuando uno prepara una sopa de pescado, basta con que uno de los ingredientes se encuentre en mal estado para que se eche todo a perder. Con la periferia sucede lo mismo.
P. ¿Construir un edificio como ese a los 33 años le dio legitimidad de por vida?
R. No, en absoluto. Después tuve 10 años de travesía del desierto. La gente nos tenía miedo. Me fui a trabajar en proyectos de restauración de cascos históricos con la UNESCO. Soy un tipo un poco raro. Soy una mezcla de constructor, como lo fue mi padre, y de contestatario que quiere cambiar el mundo. Y luego hay una parte más silenciosa y poética. Esa es la que se fija en lo que le decía al principio: en los juegos entre el agua y la luz.
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