martes, 15 de septiembre de 2015

La arquitectura interminable de Alvar Aalto





La arquitectura de Alvar Aalto (1898-1976) es a la vez inagotable y cotidiana: edificios para usar a diario. El finlandés escapó de la frialdad, las aristas y el orden cartesiano que imponía la modernidad para inaugurar otra vanguardia que tenía como referencia las formas de los lagos, los troncos de los árboles y la perfecta imperfección de lo natural: lo real. Por eso, 40 años después de su muerte, sigue siendo un arquitecto por redescubrir. Sus obras son un pozo sin fondo que demuestra que la mejor arquitectura habla siempre en presente y comparte el idioma universal de todas las tradiciones.
Eso había hecho él. Había fundado su primer despacho en esa ciudad al norte de Helsinki después de una infancia complicada en la que perdió a su madre con ocho años y ganó otra madre cuando su tía Flora se casó con su padre. De adolescente también vio cómo su país se independizaba de Rusia tras la revolución. No tenía 20 años cuando luchó en la guerra civil finlandesa, en el bando de los blancos, el ganador. El 1% de la población murió en esa contienda. De esos 30.000 muertos, solo una cuarta parte perecieron en el campo de batalla; el resto, tras juicios sumarísimos.Cuando Aalto ya se había convertido en el arquitecto que pasaría a la historia, cuando ya había construido la Villa Mairea y la Biblioteca de Viipuri, regresó a la escuela de Jyväskylä donde había estudiado de niño. Lo hizo para hablarles a los alumnos de la importancia de una educación humanista, de la necesidad de ir más allá de uno mismo y de la posibilidad de mirar hacia atrás para rescatar nuevas ideas.
Con 25 años, cuando corría el año 1923, inau­guró un despacho de Arquitectura y Arte Monumental. Entre sus primeros trabajos firmó el dormitorio de un tal señor Steinbäck y algunas lápidas para tumbas. Luego llegarían las viviendas, las reparaciones de iglesias y hasta un hospital en Alajärvi. Fue entonces cuando otra arquitecta, Aino Marsio, llegó a la ciudad para trabajar en el estudio de Gunnar Achilles Wahlroos. Solo un año más tarde se casaría con Aalto. Convertida en su socia, esposa y madre de sus dos hijos, tuvo siempre con su pareja una relación de igual a igual. Esta afirmación puede parecer una obviedad, pero no lo es. Fue más bien una excepción. Presten atención de nuevo a la fecha. Aino y Alvar Aalto firmaron juntos todos y cada uno de los proyectos que realizaron hasta la temprana desaparición de la arquitecta en 1949. Y si bien es cierto que ella tenía una mentalidad más práctica (sus cristalerías encajan unas dentro de otras para ahorrar espacio en los armarios; las de Aalto tendían a expandirse evocando la forma de los lagos), ambos trabajaron mano a mano en diseños que todavía vende la empresa Artek (hoy propiedad de la alemana Vitra). En su casa de Munkkiniemi, a las afueras de Helsinki, uno puede abrir la pequeña alacena y comprobar que el orden no es ajeno a las formas redondeadas. Los arquitectos que peregrinan hasta esa vivienda construida en 1935 también pueden ver cómo Aino trabajaba en la mesa principal, con las mejores vistas, al lado del salón, mientras que Alvar dibujaba en un rincón de la buhardilla.
Con todo, la igualdad en la vida de Aalto no estaba solo presente en el trato hacia su mujer o hacia los arquitectos del estudio. El portugués Álvaro Siza considera que esa fue, precisamente, su mayor contribución: “Oponerse a la idea de que la arquitectura es solo para la gente rica o que está tan especializada que no la puede entender todo el mundo”. Hoy parece pura lógica. En los años veinte resultaba excepcional no solo que un arquitecto diera explicaciones, sino también que obtuviera sus ideas de escuchar a la gente y atender al paisaje además de a las tradiciones.
Así, hoy la arquitectura de Aalto se comprende al momento, pero no se termina de mirar nunca. No está hecha para los ojos, escapa a las fotografías. Hay que visitarla, caminarla, tocarla, entrar en ella. Más allá de la igualdad, también la modernidad estaba presente en el espíritu con el que los Aalto se relacionaron con el mundo. Para su luna de miel volaron hasta Estocolmo, para luego continuar hasta Italia, el país que más les fascinó y, curiosamente, con el que más afinidades desarrollaron. Puede parecer extraño que un nórdico aprenda a construir en su país a partir de lo que ha visto junto al Mediterráneo. ¿Cómo es posible que una casa en un bosque de pinos finlandeses remita a Italia? ¿Cómo responder a los lugares y, a la vez, acercarse al mundo?
Esa trayectoria puede seguirse en la exposición Alvar Aalto, arquitectura orgánica, arte y diseño –organizada por el Vitra Design Museum–, que, tras pasar por Caixaforum Barcelona, se inaugurará en la sucursal madrileña el 30 de septiembre. Además, la muestra relaciona por primera vez el legado del arquitecto que cuestionó el movimiento moderno por inhumano con el arte de su tiempo. Hoy, cuando sus lámparas y butacas todavía se fabrican y sus edificios están en los cimientos del hacer de los mejores arquitectos actuales, el comisario Jochen Eisenbrand sostiene que el arte fue clave para que Aalto tradujera las formas de la naturaleza en diseños y arquitectura. Un retrato de un Aalto de 14 años frente a sus lienzos de paisajes lleva a la historiadora Eeva-Liisa Pelkonen a afirmar que el arquitecto finlandés siempre pensó en sí mismo como en un artista.Aalto creía que la arquitectura era un ave migratoria. Estaba convencido de que las soluciones constructivas podían viajar de una cultura a otra. Y lo demostró edificando un patio mediterráneo en la isla de Muuratsalo, donde levantó la casa experimental en la que puso a prueba los materiales que usaba. La línea orgánica de Aalto es, aún hoy, un modelo para generaciones. La mezcla de lo local y lo global, el uso de materiales autóctonos, el reconocimiento a las ideas de otras culturas y el cuestionamiento de una vanguardia desarraigada definen su obra: un mundo de referencias regionales e influencias internacionales. En 50 años, más de 300 arquitectos de 20 países diferentes trabajaron en su estudio. Él mismo lo hizo, además de en Finlandia y los países nórdicos, en Alemania, Estados Unidos, Francia, Suiza, Líbano, Irán, Arabia Saudí e Italia, donde una iglesia póstuma le rinde homenaje en Riola di Vergato.
Pero esta exposición explica que fue en Atenas en 1933, durante el congreso de arquitectos defensores de una arquitectura moderna (CIAM), cuando Aalto escuchó al pintor Fernand Léger reclamar más color en la arquitectura. Y no lo olvidó. Ese mismo año mostró en la Triennale de Milán y en los almacenes Fortnum & Mason de Londres las sillas que había diseñado para el sanatorio de tuberculosos en Paimio, al este de Helsinki. El camino fue de ida y vuelta: cuatro años después, Artek organizó la primera exposición de arte moderno en Finlandia. Braque, Chagall, Matisse y Picasso pudieron verse por primera vez en Helsinki. Y un año más tarde eran los muebles de los Aalto los que llegaban al MOMA de Nueva York.
Así, Eisenbrand sostiene que los artistas coetáneos de Aalto –Jean Arp, Fernand Léger o incluso Max Ernst– ya habían dado con las formas a las que recurriría el arquitecto. Puede que Aalto las tradujera, pero, a diferencia del escultor Alexander Calder, las formas en él tenían siempre una intención pragmática. Tanto es así que Eisenbrand habla del “apretón de manos de sus edificios” por el esmerado diseño que le llevó no solo a cuidar el aspecto de los manubrios, sino, sobre todo, a pensar en quienes los iban a manejar. Es el caso del sanatorio para tuberculosos en Paimio. Allí las puertas se dejan abrir sin apenas esfuerzo. Lo mismo sucede con los escalones, que son bajos, para que los enfermos puedan afrontar el ejercicio sin agotarse con el esfuerzo. Visitar el sanatorio es una lección magistral. Cuesta comprender por qué la azotea tiene un barandilla tan baja que no cumple su función protectora (no alcanza a la rodilla) hasta que, pese a la modernidad del edificio, uno retrocede hasta el tiempo sin penicilina y repara en que en un país frío, la única posibilidad de curarse se confiaba al descanso y al escaso sol. En esa barandilla, los pacientes podían tumbarse a tomar el sol sin que el murete protector les impidiera ver el paisaje.
Fue la dueña de esa famosa vivienda, la millonaria Maire Gullichsen, la que, fascinada por su arquitectura, convirtió el talento de Aalto en un negocio. Con una altísima cultura de lo diario extendida por Finlandia, los matrimonios Gullichsen y Aalto comenzaron a producir un mobiliario moderno de lamas curvadas que combinaba arte y técnica (Artek). Aino estaba detrás de la gestión, y Maire, de la exportación de la empresa que se convertiría en un puente entre Finlandia y la modernidad internacional.Por eso, sería un error que, al trazar las referencias artísticas en la obra de Alvar Aalto, alguien pudiera pensar que la suya fue una arquitectura de inspiración artística, alejada de la realidad, ofuscada por la teoría. Nada más lejos de la verdad. En sus edificios hablan los usuarios, se retratan sus preocupaciones, aparece el lugar y queda plasmada la mirada del arquitecto, cuando pintaba estancias de amarillo para llevarles a los tuberculosos un simulacro de sol o cuando prolongaba una lama de madera para convertirla en trampolín frente a la piscina de la Villa Mairea.
Cuando en 1933 los Aalto enviaron a Atenas los dibujos y las maquetas de su sanatorio a la exposición que se debía celebrar durante el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM), el historiador suizo Sigfried Giedion les escribió: “Ha llegado vuestro sanatorio. Uno puede sentir tu mano, o la de Aino, en cada dibujo”. La huella en el trabajo es una de las claves de la arquitectura de este matrimonio. Tiene que ver con los materiales y con el diseño. “Una columna clásica lleva en el fuste la huella de sus orígenes de madera. Aunque se construya con piedra, las cualidades humanas convierten lo material en símbolos culturales”, escribió Aalto.
Algo parecido opina el historiador Kenneth Frampton cuando recuerda que para Aalto la arquitectura era artesanía. Por eso, los obreros tenían una importancia clave en el resultado final del edificio. “No es que se opusiera a la producción de soluciones estandarizadas, Aalto se oponía a la burocratización de los estándares, a la práctica que lleva a buscar únicamente el máximo provecho económico para decidir el tipo de elementos que se fabrican”.
Ahora que se critica, y se asume, el gran fallo que supuso la distancia entre la arquitectura y el usuario, es importante anotar que, también en ese campo, Aalto fue una excepción. “Supo encontrar respuestas para la gente corriente y la vida cotidiana”, opinan los arquitectos del estudio finlandés JKMM, hoy uno de los más prolíficos de su país. Ellos resumen la impronta de su compatriota en “el respeto por la gente corriente”. Y como prueba recurren a una cuestión no arquitectónica. “El estudio tenía una cocinera que 20 años después de la muerte de Aalto seguía allí, cocinando para todos”, explican admirados. Aunque ese mérito tal vez habría que atribuírselo a Elissa, la segunda mujer del arquitecto, que continuó al mando del estudio hasta su muerte en 1994.
Con cada una de sus mujeres Aalto construyó una casa. La levantada con Aino es, todavía hoy, un lugar cargado de su presencia. No es el piano que ocupa el centro de la sala o el retrato de la tía Flora que preside el rellano lo que habla de ellos. La presencia de la pareja está en la manera en que las ventanas están preparadas para acercar las plantas a la luz; en cómo la cocina está junto al comedor, conectada por una ventana, para facilitar la vida de la familia. La segunda casa, en la isla de Muuratsalo, fue directamente un experimento. Tras enviudar y casarse con la arquitecta Elissa Mäkiniemi, la construyó para poner a prueba la resistencia de más de cien tipos de ladrillos y cerámicas. También levantó un muro blanco para encerrar aquel patio colorista, tal como había visto en el Mediterráneo. Aalto creía, y lo demostró con sus edificios, que la mejor arquitectura es, efectivamente, un ave migratoria.

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